Relato
de la detención y del asesinato
De lo ocurrido en el hogar del diputado monárquico tenemos el relato de su hija
Enriqueta, que aunque no fue testigo presencial de los hechos (no llegó a
despertarse) ha dejado escrito lo que tuvo ocasión de oír a su madre y a los
restantes moradores del piso.
Quedó la casa en silencio hasta las dos y media aproximadamente, hora en la que
el timbre de la puerta principal (la de servicio no se usó para nada) empezó a
sonar fuerte y apremiantemente. Martina, la doncella, despertó y llamó a
Margarita, su compañera (todas eran muy jóvenes).
«Están llamando a la puerta muy fuerte, ¿quién podrá ser a estas horas?
-Ven conmigo, a mí me da miedo ir sola.»
Se vistieron y salieron las dos hasta el vestíbulo (nadie recuerda exactamente,
por cierto, de cuantos vivíamos en la casa, si la puerta principal tenía
mirilla o no, aunque todos suponemos que sí la tenía; en todo caso, aquella
noche no se usó). Como los golpes arreciaban, las muchachas preguntaron desde
detrás de la puerta:
«¿Quién es, quién llama así?»
Contestaron:
«Abran a la Policía» (algunos creen que dijeron: «abran a la autoridad»,
pero este término no es seguro);
«Venimos a hacer un registro».
Martina, más asustada aún, dijo:
«Yo no abro»,
a lo que ellos respondieron, siempre a través de la puerta:
«Traemos orden de hacer un registro; si no abren, tiramos la puerta abajo.»
«Un momento, por favor», dijeron las muchachas, ya aterrorizadas.
Y se fueron corriendo a despertar a mi padre y contarle lo que pasaba. Éste,
saltó de la cama, se puso el batín y se dirigió a uno de los balcones que
daban a la calle de Velázquez. Lo abrió y preguntó a la pareja de guardias,
que estaban normalmente en el portal:
«¿Son policías de verdad los que están llamando al piso?»
«Sí, D. José -le contestaron- es la Policía.»
Efectivamente, delante de la casa había una camioneta descubierta de Guardias
de Asalto. Entonces, mi padre se fue a la puerta y la abrió. Entraron unos 10 o
12 hombres (abajo había muchos más). Tres o cuatro iban de paisano; los demás,
de uniforme. Todos se desparramaron por el piso, guardando las puertas o sitios
más estratégicos y siguiendo y vigilando a todas las personas que iban
apareciendo (mi madre y todo el servicio se habían ya levantado; solamente seguíamos
durmiendo los cuatro hijos).
La actitud y el tono de voz de los que entraron y hablaron con mi padre, puede
calificarse con dos palabras: inflexibles, pero comedidos (no les interesaba
irritar demasiado a la víctima, más bien, inspirarle confianza, para llevárselo
cuanto antes, sin mayor escándalo). El matiz, sin embargo, que caracterizó su
actuación y percibió perfectamente mi madre y los que lo presenciaron, fue una
ironía despectiva, un velado sarcasmo, ante la buena fe aparente de mi padre.
Se sonreían entre ellos y cruzaban miradas burlonas.
Nada más abrirles, mi padre les preguntó:
«Vamos a ver, ¿qué desean Uds.?»
-«Traemos orden de la Dirección General de Seguridad, para hacer un registro.»
-«¿A estas horas y de tan extraña manera?»
-«Ésa es la orden que nos han dado.»
Los que hablaban, en plan de jefes, iban de paisanos. Uno era el capitán
Condés,
de la Guardia Civil y el otro el teniente Moreno, de Asalto. También de Asalto,
estaban el teniente Lupión y el teniente Barbeta. Los demás, de uniforme, iban
todos armados, con metralletas y pistolas.
Mi padre volvió a su habitación, intentando tranquilizar a mi madre, que ya se
había levantado:
«Enriqueta, no te asustes; es la Policía, que viene a practicar un registro.»
Y añadió:
«¡Pobre mujer!, lo siento por ti, que siempre eres la víctima de todo.»
Varios guardias habían seguido a mi padre, al que ya no perderían ni un minuto
de vista, lo mismo que a los restantes miembros de la casa, a los cuales no
permitirían hacer ni un movimiento, ni una llamada, ni obedecer ninguna orden
de mi padre.
Comenzaron el simulacro de registro. Revolvieron unos papeles, entraron en
varias habitaciones. Miraron por encima diversas cosas, etc. En el despacho de
mi padre, sobre su mesa, estuvo siempre una pequeña bandera española, sujeta a
un pedestal o pie metálico. Esta bandera fue con él al destierro y presidió
continuamente, fuera y dentro de España, sus trabajos, sus afanes y sus
desvelos. En cuanto la vieron, la cogieron, con mal contenida saña y arrancando
la tela de su soporte metálico, la tiraron al suelo. También arrancaron
violentamente el cable del teléfono del despacho, inutilizándolo; el otro, que
estaba en un pasillo, no lo arrancaron, pero colocaron un guardia al lado, que
no permitió, en ningún momento, que nadie se acercase ni lo tocara.
Al cabo de unos minutos de simulado registro, el Capitán Condés, se dirigió a
mi padre:
«Esta casa es muy grande para registrarla toda; no vale la pena.»
En realidad, ya habían comprobado quién había en ella y que podían actuar
impunemente. Y añadió:
«Lo siento, Sr. Calvo Sotelo, pero traemos orden de la Dirección General de
Seguridad de llevarle a Vd. detenido.»
El estupor de mi padre subió de punto.
«¿Detenido? ¿Pero por qué?; ¿y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la
inviolabilidad de domicilio? ¡Soy Diputado y me protege la Constitución!»
Protestó con firmeza, energía e indignación, sobre el atropello que suponía
medida tan arbitraria. Todo fue inútil. Tanto Condés, como Moreno y
acompañantes,
insistieron inflexiblemente en su orden de detención.
«Permítanme, al menos, que llame a la Dirección General de Seguridad, para
hablar con el Director.»
Se lo prohibieron tajantemente. Tampoco le permitieron salir ya de la habitación
en la que estaba con mi madre. En la puerta se pusieron dos guardias con
metralletas. Mi madre interrogaba, angustiada y confusa:
«Pero, porqué hacen esto, Pepe?, ¿Es que se puede detener en esta forma a un
Diputado de la Nación?»
-«Naturalmente que no»-
y dirigiéndose a los guardias, insistió:
«Exijo y pido que me dejen en casa hasta que amanezca el día»-
Condés replicó:
«Tenemos orden terminante de llevarle a Vd. inmediatamente a la Dirección
General de Seguridad»
-«Entonces vuelvo a insistir -repitió mi padre con firmeza- que me dejen
telefonear a la Dirección General de Seguridad, para confirmar por mí mismo,
esa orden.»
y pidió a Francisco, el botones, que le trajera la guía telefónica. Cuando el
chico iba a dársela, el Capitán Condés se la quitó de las manos.
«¿Pero es que no van a dejarme telefonear?», se exasperó mi padre.
«No es necesario -contestó Condés- porque ahora mismo se viene Vd. con
nosotros y allí le darán todas las explicaciones que quiera.»
Mi padre, con una entereza impresionante, sin perder la calma, respondió fría
pero decididamente:
«En esas condiciones no debo ir. Vds. comprenderán que yo necesito alguna
prueba o justificación, de acuerdo con la ley, del servicio que dicen les ha
sido encomendado ¿Qué razón me dan Vds. que lo garantice?- Todo esto es un
atropello incalificable, que no estoy dispuesto a secundar.»
Y como diera otro recado, en voz baja, al botones, ya no dejaron al chico salir
de allí.
Sin embargo, algo debió impresionarles la actitud de firmeza de mi padre, que,
temiendo opusiera mayor resistencia, dispuestos como iban a llevar adelante sus
planes hasta el final; optaron por suavizar su postura y el capitán Condés sacó
su carnet oficial de teniente de la Guardia Civil, con su foto adherida y todos
los requisitos legales y enseñándoselo a mi padre, le dijo amablemente:
«Supongo que esto le bastará a Vd. para convencerse de la autoridad legítima
de nuestra misión.»
De sobra sabía él, la devoción y la defensa que siempre había hecho mi padre
de la Guardia Civil [...]
Más tarde, al mes justo del asesinato de mi padre, Condés moría -muerte
excesivamente digna para sus merecimientos- en el frente rojo de Somosierra, y
la prensa de esa zona lo comentó con la siguiente frase: «Ha muerto
heroicamente en el frente el capitán Condés, que, recientemente, había
prestado un gran servicio a la República.» Huelga decir que el «gran servicio»
se refería al asesinato de mi padre.
Vuelvo a coger el hilo del relato, para decir que la exhibición de su carnet de
Guardia Civil tranquilizó un poco a mi padre e hizo exclamar a mi madre,
juntando las manos:
«¡Con lo que yo quiero a la Guardia Civil!»,
frase que produjo una sonrisita irónica en Condés y la consiguiente reacción
de mi padre:
«Cállate, Enriqueta, que se van a reír de ti y entonces sí que ya no
respondo.»
De todas maneras, volvió a insistir en su exigencia de telefonear a la Dirección
General de Seguridad, porque todo aquello le seguía pareciendo muy extraño y
solamente, cuando el teniente Moreno mostró también su carnet legal de
teniente de Guardias de Asalto y él y Condés se negaron rotundamente a
cualquier tipo de llamadas, aduciendo que les estaba comprometiendo por su
tardanza en cumplir el servicio encomendado; mi padre pareció ceder y se
dispuso a someterse a la orden de detención. Le dijo, pues, a mi madre:
«Prepárame un maletín con lo más indispensable, ya que me llevan detenido.»
Mi madre clamaba una y otra vez, obsesiva y angustiadamente:
«¡No te vayas, Pepe, por favor, no te vayas!»
(¿Fue ella la única que presintió la realidad?; yo creo que mi padre lo
presentía con la misma evidencia que ella; lo que ocurrió es que, al verse
absolutamente bloqueado, invadida la casa y la calle de gente armada, sin
posibilidad de pedir auxilio o ayuda a nadie, totalmente incomunicado e
indefenso, prefirió ir a la muerte él solo, sin arriesgarse a que le mataran
allí mismo, delante de su mujer y de sus hijos e incluso, eliminando también a
alguno de ellos. Este criterio se hizo más general y firme, después de
consumado el crimen y repasando palabras y actitudes de mi padre, muy
reveladoras al respecto y posteriores amenazas a su propia familia).
Cuando mi madre quiso salir a buscar un maletín, se lo impidieron.
«¿Pero es que no van a permitir que me lleve un maletín? ¿No comprenden que
mi mujer tiene que ir a buscarlo?»
La dejaron, al fin, sin dejar de acompañarla. Volvió y metió en el maletín
unas prendas de ropa, unas cuartillas y una estilográfica
-«¡No te vayas, por Dios, Pepe, no te vayas!», repetía incansable.
Pero era tanta la fe que tenía en mi padre, que obedecía maquinalmente cuanto
le mandaba hacer.
«Como Vds. verán, tengo que vestirme. Hagan el favor de salir del cuarto, para
que pueda hacerlo con mayor libertad.»
Condés y los guardias se negaron a hacerlo. Aquello irritó a mi padre
sobremanera
- «Tengo orden de no perderle a Vd. de vista ni un minuto», dijo Condés,
«Esto es intolerable; ¿es que no van a dejar que me vista solo? ¿No ven que
de aquí no puedo escaparme?», les enseñó el cuarto de baño: «les doy mi
palabra de caballero de que no me pienso mover; pero no tienen derecho a
imponerme este régimen que atenta a mi dignidad y al respeto debido a mi esposa».
Nadie se movió, ni Condés ni los dos guardias.
«Al menos -rogó, dominando apenas su enfado-, que se quede únicamente el
teniente de la Guardia Civil y que salgan los dos guardias.»
Permanecieron inmóviles e impasibles los tres. Esto colmó la medida de su
indignación.
«Es un vejamen y un abuso, que haré constar», dijo.
Se vistió delante de ellos. Mientras se peinaba, mi madre seguía su
jaculatoria suplicante:
«¡No te vayas, no te vayas, Pepe!»
«Calla, Enriqueta, por Dios, vas a ponerte enferma.»
Condés intervino al fin:
«Le doy mi palabra de caballero de que dentro de cinco minutos, estará Vd.
delante del Director General de Seguridad.»
Salieron todos de la habitación. Mi padre, cuya alteración crecía por
momentos, dominaba sus ímpetus, con una fuerza de voluntad férrea. No quería
que se tomase como pretexto el más pequeño agravio a la autoridad.
Entró en el cuarto de mis hermanos varones, que dormían, y dio un beso a cada
uno; no se despertaron. Los guardias le seguían cosidos a sus talones. Entró
luego en la habitación de mi hermana y mía. Vino hasta mi cama y me besó; yo,
con la pesadez de la fiebre, tampoco me desperté. Besó también a mi hermana y
ésta sí se despertó. Vio a papá vestido para salir y a dos guardias en la
puerta.
«¿Adónde vas, papá?», preguntó sobresaltada
y él contestó:
«No te asustes; es que me llevan detenido.» Y salió.
Mi hermana se quedó tan estupefacta, que cuando reaccionó y se puso una bata y
salió de la habitación, ya se habían ido todos del piso. Corrió a un balcón
y lo abrió para mirar a la calle, pero ya no vio nada (fue la única que se
asomó a un balcón; ni mi madre, ni nadie más de la casa, como han dicho
algunos).
Al salir de nuestra habitación, mi padre se dirigió a la puerta, seguido por
todos. Iba ya rápidamente, deseando poner fin a una situación equívoca, difícil
e insostenible. Pidió un vaso de agua en francés a la institutriz francesa y
ésta se lo dio. Bebió unos sorbos y abrazó a mi madre estrechamente. Ella aún
pudo murmurar, palpitante:
«¿Cuándo sabré de ti ?»
y la desconcertante respuesta de mi padre:
«Dentro de cinco minutos, te llamaré desde la Dirección General de Seguridad
-y haciendo una pausa y mirando a todos cuantos les rodeaban, añadió: si es
que estos señores no me llevan a pegarme cuatro tiros.»
Mi madre se mantuvo en pie a duras penas (ella nunca se desmayó; fue la mujer
fuerte del Evangelio). Pero recordó toda su vida que, al decir mi padre esas
palabras, las últimas, todos los allí presentes hicieron un gesto, cambiaron
de actitud o de postura, como sorprendidos in fraganti. Es algo que quedó
registrado en la memoria de mi madre, como en una computadora.
Después, mi padre empezó a bajar la escalera. A su lado iba René Peros, la
institutriz francesa, que le llevaba el maletín. En francés, le iba diciendo
mi padre, que avisaran de lo sucedido a sus hermanos, pero no a sus padres, cuya
edad le inquietaba. Un guardia le interrumpió:
«Hable Vd. en español.»
Y él, por primera vez, perdida la paciencia, le contestó:
«Hablo como me da la gana.»
Han llegado al portal. Francisco, el botones, ha bajado también detrás. Hay un
gran despliegue de fuerzas y guardias en la calle de Velázquez y en las calles
ad- yacentes. Ni un alma, fuera de ellos. Ante la puerta, la camioneta de Asalto
n.º 17. Le invitan a subir. René le da su maletín.
«Adiós, señor», dice Francisco.
De lo ocurrido a partir del momento en que Calvo Sotelo entró en la camioneta
tenemos el relato de un testigo presencial, el guardia de Asalto Aniceto Castro,
que se sentó al lado del detenido:
En el banco delantero se sentaron el chofer, el Capitán Condés y José del
Rey; en el segundo, algunos paisanos y guardias; en el tercero, que era de
espaldas a la dirección, no iba nadie; en el cuarto, el declarante, el Sr.
Calvo Sotelo y el guardia del Escuadrón de Seguridad, y, en el quinto, «el
pistolero» [Cuenca] y otros paisanos. Se encaminó la camioneta calle de Velázquez
abajo, y a los pocos momentos de emprender la marcha, cree fue al llegar al
cruce con la calle de Ayala, sonó un tiro, y al momento vio que el Sr. Calvo
Sotelo caía hacia la derecha y «el pistolero» esgrimía detrás de él una
pistola con la que, indudablemente, había disparado sobre la nuca de aquel. Al
instante, vio cómo «el pistolero» hizo un segundo disparo sobre la cabeza del
Sr. Calvo Sotelo, cuando ya este estaba cabeza abajo. Entonces el guardia del
Escuadrón se pasó al asiento de atrás. «El pistolero», exclamó:
«Ya cayó uno de los de Castillo»,
y al mismo tiempo Condés y José del Rey se cruzaron miradas y sonrisas de
inteligencia.
Al llegar a la confluencia de Velázquez con Alcalá, les detuvo otra camioneta
de Asalto allí apostada, al mando del Teniente Barbeta. Les dejó pasar y
siguieron en la camioneta 17 hasta el Cementerio del Este, al llegar al cual el
Capitán Condés, José del Rey y algunos otros se apearon, y, tras de hablar
breves palabras con dos guardas del Cementerio, dieron orden de apear el
cadáver,
el que extrajeron de la camioneta entre varios y lo dejaron dentro del recinto
del Cementerio, bajo los cobertizos, en una acera próxima a la puerta de
entrada.
A continuación volvieron en la camioneta sus ocupantes hacia Pontejos. Por el
camino dijo el chofer:
«Supongo que no me delataréis»
y Condés respondió:
«No te preocupes que nada te pasará.»
Cuando pasaban junto a la Plaza de Toros, dijo José del Rey:
«El que diga algo de todo esto se suicida. Lo mataremos como a este perro.» .
Llegado al cuartel de Pontejos, «el pistolero» entró en él, llevando el
maletín del Sr. Calvo Sotelo y el comandante Burillo, al verle, le abrazó.
Ambos subieron a la Comandancia, juntamente con el Capitán Condés, José del
Rey y otros oficiales de Asalto de Pontejos. Algo más tarde vio llegar y subir
allí también al Teniente Coronel de Asalto Sánchez Plaza.
LOS ASESINOS
Aunque no es fácil ofrecer una lista completa de quienes subieron en la
camioneta número 17, nos consta que al menos lo hicieron las siguientes
personas:
- Fernando Condés: Fernando Condés había nacido en la provincia de
Pontevedra, al igual que Calvo Sotelo, aunque era trece años más joven que
éste.
Hijo de un comandante de infantería, ingresó en la carrera militar a los 16 años
y tras salir de la Academia de Toledo pidió destino en África, donde participó
en numerosas acciones militares. Allí tuvo ocasión de conocer «al que se
convertiría en su más fiel camarada», el teniente Castillo. Una vez
pacificada la zona, Condés pidió en 1928 el ingreso en la Guardia Civil, y
tras pasar por Cifuentes, Guadalajara, Barcelona y Oviedo, fue destinado al
parque automovilístico de Madrid. En los círculos socialistas de la capital
tuvo ocasión de coincidir de nuevo con Castillo, por aquel entonces teniente
del Grupo de Asalto de Pontejos. Como ya hemos visto, tuvo una destacada
participación en los preparativos para la revolución de octubre, pues
Margarita Nelken le presentó al dirigente ugetista Amaro del Rosal. También
entró en relación con Largo Caballero, que «le llegó a otorgar una total
confianza» . Su misión en la revuelta era ocupar el Parque de Automovilismo de
la Guardia Civil primero, y el Ministerio de la Gobernación después, para lo
cual contaría con el apoyo de Castillo y sus hombres. Aunque el proyecto no
llegó a realizarse, ambos fueron sometidos al correspondiente Consejo de
Guerra. Amnistiado tras el triunfo del Frente Popular, Condés fue ascendido a
capitán y dejado en situación de disponible. Condés se dedicó entonces a la
instrucción de La Motorizada, unidad de acción de las juventudes socialistas
madrileñas que actuaba como escolta de Indalecio Prieto. Dadas las excelentes
relaciones que Condés había mantenido con Largo Caballero, ignoramos si había
roto sus lazos con éste o si simplemente consideraba que a la hora de pegar
tiros todos los socialistas debían permanecer unidos, hipótesis esta última
que parece la más probable, pues sabemos mantuvo su amistad con Margarita
Nelken. Según el testimonio de uno de los miembros de La Motorizada, Casto de
las Heras, Condés era «una gran persona y un gran socialista».
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Luis Cuenca Estevas: También gallego, aunque de La Coruña, Luis Cuenca,
hijo de un ingeniero industrial y nieto de un general de la Guardia Civil, hubo
de marchar en su juventud a Cuba debido a «reveses de fortuna». Allí estuvo
envuelto en diversos disturbios estudiantiles, y se afirmaba había sido
guardaespaldas del dictador Camacho, por lo que se le apodaba indistintamente el
Cubano y el Pistolero. En 1932 ingresó en las Juventudes Socialistas. «Era
bajo, grueso, muy ancho de hombros, con pómulos abultados y de expresión
agradable», como recordaba en 1939 Aniceto Castro, a quien se lo habían
presentado días antes del 12 de julio «como escolta de Indalecio Prieto».
«Tenía
fama de pistolero de acción contra los fascistas», y entre sus compañeros se
le atribuía el asesinato de Matías Montero y Juan de Dios Rodríguez. Ello no
le impedía disfrutar de la confianza de Prieto, a quien protegió eficazmente
en el mitin de Écija, cuando los caballeristas le obligaron a tiros a abandonar
la población. Según la declaración de su hermano Luis en la Causa General,
era íntimo amigo de Castillo y mantenía una relación algo más superficial
con Condés. Muy amigo del presidente de la Juventud Socialista, Enrique Puente.
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- Federico Coello: Médico afiliado a la Juventud Socialista de Madrid y a la
FUE, huyó a Francia tras el fracaso de la revolución de Octubre. Incondicional
de Largo Caballero (además de novio de su hija Carmen). «Hombre de acción que
no vacilaba ante la necesidad de utilizar a veces la pistola.» Amigo de Enrique
Puente. «Acostumbraba a ir en automóvil, dando escolta a Indalecio Prieto.»
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- Francisco Ordóñez: Amigo de Coello que al igual que él había pertenecido a
la junta directiva de la FUE. En 1934 se afilió a la Juventud Socialista, y
participó activamente en la reorganización de sus milicias tras la amnistía
de febrero de 1936.
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- Santiago Garcés Arroyo: «Estatura regular. Era amigo del presidente de las
Juventudes Socialistas, Enrique Puente, y actuaba como escolta de Indalecio
Prieto, al que solía seguir en automóvil.» 43 Santiago Garcés, preguntado en
su día por Gibson, manifestó que se había subido a la camioneta porque era
amigo de Condés, a quien había conocido cuando la revolución de Octubre: «Por
el mismo motivo se subieron allí Coello, Cuenca y Ordóñez.»
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- José del Rey Hemández: Miembro de las Juventudes Socialistas desde 1931,
ingresó en la Guardia de Asalto en 1932. Participó en los preparativos para la
revolución de 1934 a las órdenes del teniente Máximo Moreno, por lo que fue
condenado a seis años y un día, y amnistiado tras el triunfo del Frente
Popular, siendo destinado al servicio de vigilancias políticas. Tras servir
durante un mes de escolta del diputado conservador Gregorio Arranz, pasó a
desempeñar las mismas tareas con Margarita Nelken.
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- Tomás Pérez: Cabo de Asalto del cuartel de Pontejos.
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- Aniceto Castro: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
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-Antonio San Miguel Femández: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
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- Bienvenido Pérez Rojo: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
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- Ricardo Cruz Cousillos: Guardia de Asalto del cuartel de Pontejos.
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- Orencio Bayo: Guardia de Asalto destinado al parque móvil. Conductor
de la camioneta número 17.
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A estos nombres hay que añadir el de un guardia del escuadrón de Seguridad que
servía de asistente a un hermano del teniente Barbeta; el de varios guardias de
Vigilancias Políticas, cuyos nombres tan sólo proporciona Del Rey y que
modifica en sus diversas declaraciones (Ángel Casas, Vidal, Esteban Seco, José
Suárez, Amalio Martínez Cano), y el de algún otro Asalto de Pontejos (Lavarga,
Robles Rechina, Moisés Crespo). En cualquier caso, el número de quienes
partieron en la camioneta, que tenía una capacidad de veintidós plazas, no
debió exceder de dieciocho.
Todos los supervivientes de la camioneta número 17 que fueron interrogados
después de la guerra coincidieron en afirmar que marchó directamente a casa de
Calvo Sotelo, sin efectuar ninguna parada en el camino. Aunque esa misma noche
efectivos de Asalto se presentaron en casa de Gil Robles, al que no pudieron
detener por encontrarse en Francia, parece razonable suponer, como hizo el jefe
de la CEDA, que se trataba de misiones distintas. Al llegar al domicilio del líder
del Bloque, Condés encargó a varios guardias y paisanos que vigilasen los
alrededores, y seguido por algunos otros penetró en el edificio tras
identificarse ante los dos guardias de seguridad encargados de la protección
nocturna de Calvo Sotelo. De lo que ocurrió a partir de entonces en el hogar
del diputado monárquico tenemos el relato de su hija Enriqueta, que aunque no
fue testigo presencial de los hechos (no llegó a despertarse) ha dejado escrito
lo que tuvo ocasión de oír a su madre y a los restantes moradores del piso.
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